Carta de Guido de Bres a su esposa antes de morir
Guido de Bres (1522-31 de mayo 1567) fue uno de los reformadores en Bélgica. Es el padre de la llamada “Confesión belga de fe”. Pastor de la iglesia clandestina, teólogo y mártir del Señor Jesucristo. Un verdadero héroe de la fe.
Reproducimos íntegramente el texto de su carta de despedida a su esposa, Catalina Ramon, escrita en la prisión, a pocas semanas de su ejecución. No es mi estilo usar muchos adjetivos, pero se trata de un testimonio extraordinario, absolutamente conmovedor.
“Que la gracia y la misericordia de nuestro buen Dios y Padre Celestial y el amor de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, sea con tu espíritu, mi bienamada.
Catalina Ramon, mi querida y bienamada esposa y hermana en nuestro Señor Jesucristo, tu angustia y tu dolor perturban un poco mi gozo y la alegría de mi corazón. Te escribo esta carta, tanto para tu consolación como para la mía; especialmente para la tuya, puesto que siempre me has amado con ardiente afecto y que ahora le ha placido al Señor que seamos separados el uno del otro. Siento tu amargura por esta separación todavía más que la mía. Te ruego de todo corazón que no te dejes turbar en exceso, temiendo que Dios no sea ofendido por ello. Sabes bien que cuando te casaste conmigo, tomaste un marido mortal, que no sabía si iba a vivir un simple minuto más, y sin embargo le ha placido a nuestro buen Dios dejarnos vivir juntos durante cerca de siete años y darnos cinco hijos. Si el Señor hubiera querido dejarnos vivir más tiempo juntos, bien hubiera tenido los medios para hacerlo. Pero no fue tal su voluntad; por consiguiente, que se haga según su buena voluntad y que esta razón te pueda satisfacer.
Por otra parte, considera que no he caído en manos de mis enemigos por casualidad, sino por la providencia de mi Dios, quien conduce y gobierna todas las cosas, tanto grandes y como pequeñas, tal como Cristo nos lo dice: “No temáis, vuestros cabellos están todos contados. ¿Se venden dos pajarillos por un cuarto? Ninguno de ellos cae a tierra sin la voluntad de vuestro Padre celestial. No temáis. Vosotros valéis más que muchos pajarillos”. ¿Hay algo que estimemos menos que un cabello? Sin embargo, he aquí la boca de la sabiduría divina que dice que Dios mantiene el registro del número de mis cabellos. Entonces, ¿cómo el mal y la adversidad me pueden alcanzar sin que Dios lo haya ordenado en su providencia? No podría ser de otra manera, a menos que Dios ya no sea Dios. Es por eso que el profeta dice que no hay desgracia en la ciudad sin que el Señor sea el autor de ella.
Vemos que todos los santos que nos han precedido han sido consolados por esta doctrina en todas sus aflicciones y tribulaciones. José, que fue vendido por sus hermanos para ser llevado a Egipto, dijo: “Vosotros habéis hecho una mala acción, pero Dios la ha transformado para vuestro bien; Dios me envió delante de vosotros a Egipto para vuestro bien” (Gen. 50). David hizo lo mismo con Simei, quien lo maldijo. Job también, al igual que todos los demás.
Por ello, los evangelistas, cuando tratan con tanto cuidado acerca del sufrimiento y la muerte de nuestro Señor Jesucristo, añaden: “Y esto se hizo, a fin que se cumpliera lo que estaba escrito sobre él”. Lo mismo debe decirse de todos los miembros de Cristo.
Es bien cierto que la razón humana lucha contra esta doctrina y la resiste tanto como puede. Yo mismo he hecho la experiencia de ello. Cuando me arrestaron, me dije a mí mismo: “Hicimos mal de viajar tantos juntos. Hemos sido delatados por tal o cual; no nos debimos parar en ningún lugar”. En todas estas cavilaciones, me quedé ahí, totalmente hundido por mis pensamientos, hasta que me levante mi espíritu al cielo meditando en la providencia de Dios. Entonces, mi corazón empezó a sentir un descanso maravilloso. Empecé, entonces, a decir: “Dios mío, tú me hiciste nacer en el tiempo y a la hora que habías ordenado. Durante toda mi vida, me has guardado y preservado en medio de tremendos peligros y me has librado de todos ellos. Si ha llegado la hora para mí de pasar de esta vida a ti, que sea hecha tu buena voluntad; yo no puedo escaparme de tus manos. E incluso, si pudiera, no querría hacerlo, de tanto que mi felicidad es el conformarme a tu voluntad”. Todas estas consideraciones han llenado y llenan todavía mi corazón con un gran gozo y lo guardan en paz.
Te ruego, mi querida y fiel compañera, que te regocijes conmigo y que des gracias a este buen Dios por lo que hace, porque no hace nada que no sea justo y equitativo. Te debes regocijar, sobretodo porque es para mi bien y para mi reposo. Bien has visto y sentido los trabajos, las cruces, las persecuciones y las aflicciones que he sufrido. Has sido incluso participante de ellas cuando me has acompañado en mis viajes durante el tiempo de mi exilio. He aquí que ahora mi Dios quiere tenderme la mano para recibirme en su Reino bienaventurado. Yo me voy antes de ti, y cuando le placerá al Señor, tú me seguirás. No estaremos separados para siempre. El Señor te recibirá igualmente para que estemos unidos juntos a nuestra cabeza Jesucristo.
El lugar de nuestra habitación no se halla aquí, está en el cielo; aquí, es el lugar de nuestro peregrinaje. Por eso, aspiramos a nuestro verdadero país, que es el cielo, y sobretodo queremos ser recibidos en la casa de nuestro Padre celestial, para ver a nuestro Hermano, Cabeza y Salvador Jesucristo, así como a la muy noble compañía de patriarcas, profetas, apóstoles y tantos miles de mártires, entre los cuales espero ser recibido cuando haya acabado la obra que he recibido de mi Señor Jesús.
Te ruego, pues, mi bienamada, que halles tu consuelo en la meditación de estas cosas. Considera debidamente el honor que Dios te hace de haberte dado un marido que no es sólo ministro del Hijo de Dios, sino que también es de tal manera estimado y valorado por Dios que le ha placido hacerle participar de la corona de los mártires. Es un gran honor que Dios no concede ni siquiera a sus ángeles.
Estoy lleno de gozo, mi corazón está lleno de alegría, no me falta nada en mis aflicciones. Estoy lleno de la abundancia de las riquezas de mi Dios, y mi consolación es aun tan grande que tengo suficientemente para mí y para todos aquellos a los que puedo hablar. Así, ruego a mi Dios que siga manifestando Su bondad y misericordia hacia mí, Su prisionero. Tengo la seguridad de que lo hará, puesto que siento por experiencia que Él no abandona jamás a aquellos que esperan en Él. No habría pensado nunca que Dios hubiera podido ser tan bueno para con una tan pobre criatura como yo. Siento la fidelidad de mi Señor Jesucristo
Ahora pongo en práctica lo que he predicado tantas veces a los demás. Sin embargo, debo confesar esto: que cuando yo predicaba, hablaba como un ciego que habla de colores, en comparación de lo que ahora siento en la práctica. Desde que he sido apresado, he progresado y aprendido más que en el resto de mi vida. Estoy en una escuela muy buena. El Espíritu Santo que me inspira continuamente y me enseña a manejar las armas en este combate. Por otro lado, Satanás, el adversario de todos los hijos de Dios, que es como un león rugiente y furioso, me rodea por todas partes para herirme. Pero el que dijo: “No temáis, yo he vencido al mundo” me hace victorioso. Veo que el Señor aplasta ya a Satanás bajo mis pies y siento el poder de Dios perfeccionado en mi debilidad.
Por un lado, nuestro Señor me hace sentir mi debilidad y pequeñez, que no soy más que un pobre vaso de barro extremadamente frágil, para que me humille y que toda la gloria de la victoria le sea dada. Por otro lado, Él me fortalece y me consuela de una manera increíble. Incluso me encuentro mejor que los enemigos del Evangelio. Como, bebo y descanso mejor que ellos. Estoy encerrado en la cárcel más terrible y mejor guardada que pueda haber, oscura y tenebrosa, a la que llaman Brunain por su oscuridad, y donde el aire no entra más que a través de un apestoso pequeño agujero, por el cual tiran los excrementos. Tengo cadenas en pies y manos, grandes y pesadas. Son un continuo infierno, que llegan hasta mis pobres huesos. El oficial encargado de la seguridad viene a verificar mis cadenas dos o tres veces al día, para que no me escape. Además, han puesto tres guardias de cuarenta hombres en la puerta de la prisión.
Recibo también la visita del señor de Hamaide, quien viene a verme para consolarme y exhortarme a la paciencia, como él dice. Pero viene de buena gana después de la cena, después de que el vino se le haya subido a la cabeza y que su estómago esté lleno. ¡Puedes imaginar cómo son estos consuelos! Me hace muchas amenazas y me dice que a la menor señal de intento de fuga por mi parte, me hará encadenar por el cuello, el cuerpo y las piernas, de manera que no pueda ni siquiera mover un dedo. Dice también muchas otras muchas palabras semejantes. Pero en todo esto, mi Dios no deja de guardar su promesa y consolar mi corazón, procurándome un contentamiento muy grande.
Dada la situación, mi querida hermana y esposa fiel, le ruego que halles consolación en el Señor, en medio de todas tus pruebas, y que te encomiendes a Él en todas las cosas. Él es el marido de las viudas fieles y el padre de los pobres huérfanos. No te abandonará, te lo puedo asegurar. Compórtate siempre como una mujer cristiana y fiel, en el temor de de Dios, como lo has hecho siempre, y honra de la mejor manera posible, por tu buena vida y tus palabras, la doctrina del Hijo de Dios que tu esposo ha predicado.
Al igual que siempre me has amado con tanto afecto, te ruego que sigas amando igualmente a nuestros niños tan pequeños. Enséñales el conocimiento del Dios verdadero y de su Hijo Jesucristo. Sé su padre y su madre y vela que sean tratados lo mejor posible con lo poco que Dios te ha dado. Si Dios, después de mi muerte, te da la gracia para vivir en viudez con nuestros hijos pequeños, harás muy bien. Si no lo puedes hacer, y tus recursos financieros se acaban, halla entonces a un hombre de bien, fiel y temeroso de Dios, de quien se dé buen testimonio. Cuando tenga los medios para hacerlo, escribiré a mis amigos para que cuiden de ti, porque no creo que te dejen en la necesidad. Podrás retomar tu primer nivel de vida después de que el Señor me haya quitado de esta vida. Tienes a nuestra hija Sara, que pronto será mayor. Ella te podrá hacer compañía, ayudarte en tus pruebas y consolar en tus tribulaciones. El Señor estará siempre contigo. Saluda a todos nuestros buenos amigos en mi nombre y pídeles que oren por mí, para que Él me dé la fuerza, las palabras y la sabiduría que me permitan mantener la verdad del Hijo de Dios hasta el final, hasta el último aliento de mi vida.
Adiós, Catalina, mi amiga excelente. Ruego a Dios que te consuele y te conceda el contentamiento en su buena voluntad. Espero que Dios me dará la gracia de volverte a escribir, si es su voluntad, para que pueda consolarte mientras esté en este pobre mundo. Guarda mi carta en recuerdo de mí. Está bastante mal escrita, pero lo hago como puedo, no como quiero. Te ruego que me encomiendes a mi buena madre. Espero poder escribirle una carta para consolarla, si Dios quiere. También saluda a mi querida hermana y que ella acepte su prueba como proveniente de Dios. Te deseo mucho bien.
Desde la cárcel, el 12 de abril de 1567.
Tu esposo fiel Guido de Bres, ministro de la Palabra de Dios, en Valenciennes, y actualmente preso en este lugar por el Hijo de Dios.
Traducido por Jorge Ruiz Ortiz.
La carta original se puede leer en Procédures tenues à l’endroit de ceux de la religion aux Pais Bas (1568), p. 356-367.