EL SEGUNDO MANDAMIENTO <JUAN CALVINO>

05.03.2013 22:49

No harás imagen de talla, ni semejanza alguna de las cosas que están arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No las adores, ni las honres. Porque yo soy Jehová, tu Dios, Dios celoso, que visita la iniquidad
de los padres en los hijos, en la tercera y la cuarta generación de los que me odian, y que se muestra misericordioso por miles de generaciones con los que me aman y guardan mis mandatos.

 

 Ninguna idolatría es permitida.

 

Igual que en el mandamiento anterior el Señor atestiguó que solamente Él es Dios, y fuera de Él no se deben imaginar más dioses, así ahora afirma con toda claridad quién es Él y con qué clase de culto ha de ser honrado, para que no nos atrevamos a imaginárnoslo como algo carnal.
Por tanto, el fin de este mandamiento es que Dios no quiere que el culto legítimo a Él debido sea profanado con ritos supersticiosos. Y por eso se puede resumir diciendo que quiere apartarnos totalmente de todas las clases de servicios carnales, que nuestro necio entendimiento inventa después de imaginarse a Dios conforme a su rudeza; y, en consecuencia, nos mantiene dentro del culto legítimo que se le debe; a saber, un culto espiritual, cual a Él le pertenece. Al mismo tiempo pone de relieve el vicio más palpable de esta transgresión, que es la idolatría exterior.
Sin embargo, el mandamiento tiene dos partes; la primera reprime nuestra temeridad, para que no nos atrevamos a acomodar a nuestros sentidos a Dios, que es incomprensible, ni a representarlo mediante forma o imagen alguna. La segunda, prohíbe que adoremos ninguna imagen como objeto de religión. Y, brevemente, resume los modos como los gentiles solían representarlo. Por “las cosas que están en el cielo” entiende el sol, la luna, y las demás estrellas, y puede que incluso las aves; pues de hecho en el capitulo cuarto del Deuteronomio (vers. 15-19), exponiendo su intención nombra las aves y las estrellas. No me hubiera detenido en esto, si no fuera por corregir la mala interpretación de algunos, que refieren este texto a los ángeles.
Lo que sigue, como es claro por sí mismo, no lo explico. Además, hemos demostrado con suficiente claridad en el libro primero’, que cuantas formas visibles de Dios inventa el hombre repugnan absolutamente a Su naturaleza; y que tan pronto como aparece algún ídolo se corrompe y falsea la verdadera religión. 

 

 El matrimonio espiritual de Dios con la Iglesia requiere lealtad mutua


La amenaza que luego añade ha de servirnos de mucho para remediar nuestra torpeza. Dice que ti es Jehová nuestro Dios, Dios fuerte y celoso, que visita la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación en aquellos que aborrecen su nombre, y hace misericordia en mil generaciones a aquellos que le aman y guardan sus mandamientos.
Lo cual es como si dijese que Él es el único en quien debemos poner nuestra confianza. Para inducirnos a ello ensalza su potencia, que no permite que sea menospreciada ni menoscabada. Es verdad que en hebreo se pone el nombre “El”, que significa Dios; pero como este nombre viene de “fortaleza”, para mejor exponer su sentido no he dudado en traducirlo por “fuerte”, o bien lo he añadido en segundo lugar.
Luego se llama así mismo “celoso”; dando a entender que no puede admitir terceros.
Asegura después que vengará su majestad y su gloria, si alguno la atribuye a las criaturas o a los Ídolos; y no con una venganza cualquiera, sino tal, que llegue a los hijos, nietos y viznietos que imitaren la maldad de sus padres. Como, por otra parte, promete su misericordia y liberalidad por mil generaciones a cuantos amen y guarden su Ley.
Es cosa muy corriente que Dios se presente ante nosotros bajo la forma de marido; porque la unión con la que se ha juntado a nosotros al recibirnos en el seno de su Iglesia, es como un matrimonio espiritual, que requiere por una y otra parte fidelidad. Y como Él en todo cumple el deber de un marido fiel y leal, por eso exige de nuestra parte el amor y la castidad debidas al marido; es decir, que no entreguemos nuestra alma a Satanás, ni al deleite y los sucios deseos de la carne, lo cual es una especie de adulterio. Y por eso, cuando reprende la apostasía y el abandono de los judíos, se queja de que con sus adulterios han violado la ley del matrimonio (Ser. 3; Os. 2). Como un buen marido, cuanto más fiel y más leal es, tanto más se indigna, si ve que su mujer muestra afición a otro, de la misma manera el Señor, que verdaderamente se desposé con nosotros, afirma que siente celos grandísimos siempre que, menospreciando la limpieza de su santo matrimonio, nos manchamos con los sucios apetitos de la carne; pero, principalmente, cuando privándole del culto que por encima de todo se le debe, lo tributamos a otro, o lo
manchamos con alguna superstición. Porque, al obrar así, no solamente violamos la fe que le dimos en el matrimonio, sino también nos hacemos reos de adulterio. 

¿Cómo castiga Dios la iniquidad de los padres en su descendencia?


Debemos de considerar ahora qué es lo que Dios quiere decir, al amenazar con que castigará la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación. Porque, a parte de que no corresponde a la equidad de la divina justicia castigar al inocente por la falta que otro cometió, Dios mismo afirma también que no consentirá que el hijo lleve sobre sí la maldad de su padre (Ez. 18, 14—17.20). Sin embargo muchas veces se repite en la Escritura esta sentencia: que los padres serán castigados en sus hijos. Porque Moisés con frecuencia se expresa así; “Jehová, que visitas la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Nm. 14, 18). E igualmente Jeremías: ‘“¡Oh Señor Jehová!...que haces misericordia a millares, y castigas la maldad de los padres en sus hijos después de ellos” (Jer.32, 18).
Algunos no pudiendo resolver esta dificultad, piensan que hay que entenderlo solamente de las penas temporales, las cuales no hay inconveniente en admitir que las sufran los hijos por los padres, pues muchas veces castiga Dios con ellas para un bien mayor. Y esto es, desde luego, cierto. Porque Isaías anuncié al rey Ezequías que sus hijos serían privados del reino y deportados a tierra extraña, a causa del pecado que él había cometido (Es. 39,7). Así mismo las familias de Faraón y del rey Abimelec fueron castigadas a causa de la injuria que sus amos habían hecho a Abraham (Gn. 12, 17; 20,3). Mas citar tales cosas para resolver esta duda es servirse de subterfugios más bien que presentar una interpretación verdadera. Porque el Señor anuncia en este lugar y en otros semejantes un castigo mucho más grave que el que pueda afectar únicamente a esta vida presente. Hay, pues, que interpretar que la justa maldición de Dios no cae solamente sobre la cabeza del impío, sino además sobre toda su familia. Y, siendo esto así, ¿qué se puede esperar sino que el padre, privado del Espíritu de Dios, viva abominablemente? ¿Y que el hijo asimismo, dejado de la mano del Señor a causa de la maldad de su padre, siga el mismo camino de perdición? ¿Y, finalmente, que los nietos y demás sucesores, semilla de hombres detestables, den consigo en el mismo abismo? 

 

 La posteridad del culpable será castigada por sus propias culpas


Veamos en primer lugar, si tal venganza repugna a la justicia de Dios.
Si toda la especie humana merece ser condenada, es del todo evidente, que todos aquellos a quienes el Señor no tiene a bien comunicar su gracia, perecerán irremisiblemente. Sin embargo, ellos se pierden por su propia maldad, y no porque Dios les tenga odio; ni pueden quejarse de que Dios no les haya ayudado a que se salven, como lo ha hecho con otros. Pues cuando a los impíos y los malvados les viene como castigo de sus pecados que sus familias sean por mucho tiempo privadas de la gracia de Dios ¿quién podrá vituperar a Dios por tan justo castigo?
Pero, dirá alguno, el Señor dice lo contrario, al asegurar que el castigo
del pecado del padre no pasará al hijo (Ez. 18,20). Hay que fijarse bien de qué se trata en esta sentencia de Ezequiel. Los israelitas siendo de continuo y por tanto tiempo afligidos por innumerables calamidades tenían ya como proverbio el decir que sus padres habían comido las uvas y los hijos sufrían la dentera; dando con ello a entender, que los padres habían cometido los pecados, y ellos injustamente eran castigados por ellos; y ello debido al riguroso enfado de Dios más bien que a una justa severidad. A éstos el profeta les dice que no es así, sino que son castigados por las culpas que ellos mismos han cometido, y que no es propio de la justicia divina que el hijo inocente pague por el pecado que su padre cometió; lo cual tampoco se afirma en el pasaje del mandamiento que estamos explicando. Porque si la visitación de que hablamos se cumple cuando el Señor retira de la familia de los impíos su gracia, la luz de su verdad, y todos los demás medios de salvación, en el sentido de que los hijos sienten sobre si la maldición de Dios por los pecados de sus padres, en cuanto que, abandonados por Dios en su ceguera, siguen las huellas de sus padres; y que luego sean castigados, tanto con penas temporales, como con la condenación eterna, no es más que el justo juicio de Dios, en virtud no de pecados ajenos, sino de su propia maldad. 

 

Dios extiende su misericordia sobre la posteridad de los que le aman


Por otra parte tenemos la promesa de que Dios extenderá su misericordia a miles de generaciones: y se introduce en el pacto solemne que Dios hace con su Iglesia: “seré tu Dios, y el de tu descendencia después de ti” (Gn. 17,7). Considerando lo cual Salomón dice que los hijos de los justos después de la muerte de sus padres serán dichosos (Prov. 20,7); no solamente a causa de su buena educación e instrucción, que evidentemente tiene gran importancia para ello, sino también por esta bendición que Dios prometió en su pacto, de que su gracia residiría para siempre en las familias de los piadosos.
Esto sirve de admirable consuelo a los fieles y de gran terror a los malvados. Porque si, aun después de la muerte, tienen tanta importancia a los ojos de Dios la justicia, y la iniquidad, que su bendición o maldición correspondiente alcanza a la posteridad, con mayor razón será bendecido el que haya vivido bien, y será maldecido el que haya vivido mal.
A esto no se opone el que algunas veces los descendientes de los malvados se conviertan y cumplan su deber; y viceversa, que entre la raza de los fieles haya quien degenere y se dé a un mal vivir; porque el Legislador celestial no ha querido aquí establecer una regla perpetua que pudiera derogar su elección. De hecho, basta para consuelo del justo y terror del pecador que esta ordenación y decreto no sean vanos e ineficaces aunque a veces no tengan lugar. Porque, así como las penas temporales con que son castigados algunos pecadores son testimonio de la ira de Dios contra el pecado, y del juicio venidero contra los pecadores, aunque muchos de ellos vivan sin recibir el castigo hasta el día de su muerte. de la misma manera, el Señor al dar un ejemplo de la bendición mediante la cual prolonga su gracia y favor en los hijos de los fieles a causa de los padres, da con ellos testimonio de que su misericordia permanece firme para siempre con todos aquellos que guardan sus manda
mientos. Y, al contrario, cuando persigue una vez la maldad del padre en el hijo, muestra qué castigo está preparado para los réprobos por los propios pecados que cometieron. Y esto es lo que principalmente tuvo en vista en este lugar. Y asimismo quiso, como de paso, ensalzarnos la grandeza de su misericordia al extenderla a mil generaciones, mientras que no señaló más que cuatro para su venganza.